miércoles, 20 de diciembre de 2017

Rosa y Sant Jordi


El 24 de julio de este año, Rosa María salió de su casa y miró al cielo. Eran las once de la mañana de un día de una claridad inusual en Barcelona. El día anterior una lluvia intempestiva había limpiado el aire, pero no había rebajado la temperatura ni un solo grado. Pensó, como solía hacer desde hacía un tiempo, que el clima sí era un tema por el que merecía la pena luchar y desgañitarse: un tema relevante que afectaba a la vida humana y al planeta y que se veía desplazado a una mera anécdota por la marejada política que inundaba el país en el que le había tocado vivir.



Lo que iba a hacer, en el fondo era un grito de auxilio, un puñetazo en la mesa, un basta ya, un no puedo más. Llevaba tiempo meditándolo y aquella mañana, ante el café con leche, mientras echaba de menos una vez más los cigarrillos, decidió que ya era el momento.

No se lo dijo a nadie porque sabía que intentarían disuadirla y en aquellos momentos, tras una larga enfermedad de la que estaba saliendo, no se sentía con energía suficiente para discutir y defender su decisión. Tan solo quería ejecutarla. Torció por la calle Pau Claris de Barcelona y empezó a descender por ella. No tenía prisa y se detuvo en el escaparate de una librería. Lectora empedernida, pensó en comprarse un par de novedades que ansiaba leer, pero decidió hacerlo a su vuelta, ya liberada de la misión que hoy la había sacado de casa.

Ya en Via Laietana, se desvió hasta llegar a la Plaça de Sant Jaume, miró al Ayuntamiento y no pudo evitar una sonrisa: recordó a su amado amigo Terenci Moix y recordó su capilla ardiente años atrás en la que sonaba la banda sonora de Blancanieves ‘I go I go, it`s after work we go’. Terenci la habría entendido. Terenci la habría acompañado. Y luego se habrían reído, hablando de lo divino y lo humano ante un par de gintonics. Terenci…

Entró en el Palau de la Generalitat y preguntó a la funcionaria de turno que al principio no la reconoció y no entendió la pregunta. Una vez entendida —y finalmente reconociéndola— la funcionaria le rogó que esperara e hizo una llamada. Había una corriente de aire bastante molesta en la entrada del Palau y se guareció como pudo, contra una pared. Tras unos minutos, apareció un funcionario que, amablemente, tras estrecharle la mano con fuerza, la condujo a un pequeño despacho.

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