Francisco Sosa Wagner
28 de marzo de 2009
Analizar la actual situación del Estado en España obliga a hacerlo con la vista puesta en la reforma estatutaria que hemos vivido en muchos rincones de la geografía española en medio de hipócritas invocaciones al modelo federal. Y digo “hipócritas” pues este jamás permitiría un proceso de modificaciones de la textura autonómica como el que se está produciendo en nuestro país. En los sistemas federales es muy claro que las piezas federadas forman un todo con las piezas federales y que no se pueden modificar aquellas sin que estas queden irremediablemente afectadas. Permitir que cada Comunidad autónoma proceda a aquellas modificaciones de su texto estatutario que sus respectivos órganos de gobierno consideren pertinentes sin existir un acuerdo previo de conjunto acerca de cuestiones fundamentales como las competencias, la financiación, las relaciones institucionales etc, es algo peor que una imprudencia: es un desatino que, por carecer de parentesco alguno con el modelo federal, lo aproxima peligrosamente al confederal o a una invención castiza. Se podrá sostener que, para armonizarlo todo, está prevista la intervención de las Cortes generales. Pero limitarse a ella olvida un dato fundamental de la realidad que a nadie pasa desapercibido: la existencia de partidos políticos que proclaman en sus idearios su clara vocación secesionista. Es decir que las previsiones de reforma estatutaria en España viven en la peligrosa inopia de considerar nuestro país como un país integrado, armónico, en el que las partes que lo conforman creen en el todo que las aglutina. Desgraciadamente, este no es el caso.
Por si todo ello fuera poco, nuestros mecanismos constitucionales prevén el referéndum como la guinda que culmina el horneado de un Estatuto (el catalán de junio de 2006 ha demostrado la escasa identificación de la población con los problemas que los políticos inventan y lo mismo o peor ha ocurrido con el Estatuto andaluz). Para colmo del dislate, tal pronunciamiento popular es perfectamente compatible con la tramitación de un recurso ante el TC que, según sus usos pausados, se resuelve en plazos geológicos. A nuestros efectos, sería igual que el TC se pronunciara en un plazo breve. Porque si tal Tribunal detectara alguna inconstitucionalidad ¿se advierte el conflicto institucional, conflicto de poderes, que se tendría sobre la mesa? La voluntad expresada en las urnas por la población “afectada” y el juicio de corrección jurídica enfrente. Jugar con la posibilidad de tales enfrentamientos entre poderes es una vía bastante segura para quemarse en ese fuego al que acabamos de hacer referencia.
En la actual hora española por tanto nunca se debió iniciar el banquete estatutario sin un acuerdo previo de todos los comensales y menos hacerlo movido por exigencias coyunturales de apoyos políticos y parlamentarios. Porque es evidente que aquello que se decida en el este afecta al oeste, y lo que se acuerde para el sur repercute en el norte al ser buena verdad que las artificiales fronteras administrativas no logran embridar realidades tercas que las trascienden. Que un extremo geográfico de España quiera arreglarse su “asunto” de forma individual y de la manera que le resulte más rentable es lógico y forma parte de las humanas ambiciones y del cabildeo político local, que esa actitud se respalde por quienes representan al Estado en su conjunto es una manifestación de ligereza cuyo exacto alcance el futuro irá desvelando poco a poco.
Me parece que nosotros tenemos poco que enseñar a los alemanes pues de aquel país hemos aprendido técnicas elementales, de allí hemos importado aquellas construcciones resistentes que han permitido echar a andar primero, y trepar después por laderas escarpadas, a las instituciones salidas del título VIII de la CE. ¿No resuenan en las sentencias de nuestro TC los razonamientos desgranados por los magistrados del Tribunal de Karlsruhe? ¿No es la doctrina de aquél país, la de Weimar y la posterior de Bonn, referencia constante entre nosotros? ¿Con qué materiales se han construido los principios de la prevalencia, de la supletoriedad o de la lealtad federal si no es con los ingredientes germanos? Todo ello debería haber sido motivo más que suficiente para que la prudencia nos obligara a dirigir nuestra mirada hacia aquella orilla del Rín y tomar apuntes de sus enseñanzas. Es sabido que el sistema federal alemán se ha reformado muchas veces pero la última experiencia que he contado en mis libros y artículos es concluyente y demuestra cuán alejadas están las maneras de proceder en un sistema federal serio y en el español.
Acaso el aspecto más preocupante de los Estatutos aprobados sea el de la relación bilateral entre el Estado y la Comunidad autónoma, alternativa al carácter multilateral entre el todo y las partes propio de los sistemas federales. Esta peligrosa senda abierta por algunas Comunidades autónomas y por la que se camina en el actual proceso de reforma estatutaria supondrá a medio plazo la fragmentación de las instituciones políticas y administrativas de España a menos que el TC declare la absoluta inconstitucionalidad de tal bilateralidad (no desde luego si se limita a interpretar y hacer distingos, semilla segura de futuros conflictos). Pone de relieve, además, algo importante: el pretendido clamor por crear un Senado como auténtica cámara territorial no es sino una falacia más de este proceso. Tal Senado (acerca de cuya posible configuración el Consejo de Estado ha dado pistas bien valiosas) no es realmente deseado por casi nadie, desde luego en ningún caso por las regiones españolas dominadas por la pasión “nacional”, que siempre aspirarán a entenderse “de tú a tú” con el poder central. Y, si además disponen de unos votos en el Congreso de los diputados con los que condicionar la definición de la política nacional, miel sobre hojuelas. Quien crea que esta es una vía para integrar a los nacionalismos periféricos, incurre en una ingenuidad que no por tierna deja de ser culposa. Y, como esta, la ingenuidad, puede descartarse en el hacer de las grandes organizaciones políticas, es probable que de lo que se trata con este debate sea únicamente de “marear” una perdiz que no lo necesita porque ya de suyo se halla bastante aturdida.
Respecto del “blindaje de las competencias” a tal o cual Comunidad autónoma hay que decir claramente: esta forma de acantonar competencias es una muestra más del traje anticuado que los redactores de las leyes estatutarias se empeñan en seguir vistiendo pues hablar hoy de competencias “blindadas” es acogerse a un concepto ya muerto, un concepto “zombi”, que pretende trivializar la interrelación de todas las intervenciones de los poderes públicos así como ignorar la proliferación de nuevos creadores de derecho en forma de estándares técnicos, arbitrajes, modalidades contractuales etc, que escapan incluso a la acción del Estado, tradicionalmente único poder legítimo pero sometido hoy al embate del “pluralismo de fronteras” (Ulrich Beck). Con esta impertinencia del blindaje de las competencias, y por seguir con el símil militar, se tiene además la impresión de que el pensamiento jurídico está disparando sobre un objetivo equivocado porque, de manera simplista, dirige sus baterías contra el Estado, único enemigo que en su imaginario rebañaría competencias ajenas para devorarlas glotonamente, cuando lo cierto es que el moderno alboroto y las turbulencias en el ejercicio de las competencias públicas se debe a la aparición en la escena de otros protagonistas y aun a otros escenarios que nadie puede seriamente desconocer.
De otro lado, si analizamos lo que está pasando en las negociaciones con los gobiernos de las Comunidades autónomas y miramos entre los renglones de la actividad administrativa, advertiremos rasgos que inquietan y ejemplos que emiten ya sonoras alarmas. Así, en el problema del agua chapotean conflictos derivados de la política de obras hidráulicas pero también de las previsiones de unos Estatutos que han tenido la mano larga a la hora de apropiarse de ríos enteros, incluso de aquellos que tienen la osadía de traspasar las fronteras españolas y adentrarse en algún país extranjero. “El río para el Estatuto por el que fluye” parece haber sido la proclama de una facundia autonómica que el Estado no ha sabido combatir con medios adecuados, todos ellos, por cierto, en la alcancía de la legislación española desde hace mucho tiempo. Hay ya incluso alguna provincia que pretende quedarse con “su” río, emulando así en avidez hídrica a sus hermanas mayores, las Comunidades autónomas. Solo falta que los municipios se apunten al festín. De ahí que se amontonen los pleitos y se llame a las puertas del Tribunal Constitucional para que este enderece los desaguisados que esparcen por doquier políticos tan largos de ambiciones como cortos de mesura en la administración de la “res publica”.
Por su parte, los dineros públicos han desatado una guerra entre Comunidades, enfrentadas hoy ya las ricas con las pobres, las del este con las del oeste, y las del sur con las del norte. Se lanzan entre ellas balanzas como proyectiles, o se recurre a acuñar criterios de inversión del Estado en función de los intereses de cada cual: quién blande la población, joven o envejecida, castiza o inmigrante, quién la superficie forestal, quién el turismo, solo falta que se invoque el consumo de sidra o el de paella para allegar recursos y construir fortunas regionales. Un deslizadero este que amenaza despeño, bendecido -de nuevo- por el Parlamento, por el Gobierno, incapaces de administrar el sacramento del orden y la disciplina en asunto de tanta sustancia. Ya veremos cómo se encarrila todo este embrollo y si será también el Tribunal de la calle Domenico Scarlatti de Madrid el que al final se vea obligado a concertar lo que los políticos han desconcertado. Y veremos qué secuelas deja: de agravios no satisfechos, de rencillas entre vecinos, de afrentas, todas a la espera de ser saldadas en algún combate próximo. La víctima siempre es la misma: la solidaridad entre los españoles, una de las piezas que justifican nada menos que al Estado moderno, construido precisamente para fabricar cohesión entre las clases sociales y entre los territorios.
Pues ¿qué decir de la Sanidad? Se ha publicado un libro “Integración o desmoronamiento. Crisis y alternativas del Sistema nacional de salud” firmado por Juan Luis Rodríguez-Vigil Rubio, político socialista que tuvo significadas responsabilidades en Asturias, donde se analiza sin vacua palabrería la situación en que se halla el que quiso ser “modelo” sanitario. Para Vigil “el Sistema nacional de Salud tiende cada vez más a configurarse como un sistema no excesivamente articulado, poco armónico, y de creciente heterogeneidad que, además, carece de instrumentos eficaces para fortalecer su cohesión, dado que para funcionar depende casi en exclusiva de la mejor o peor voluntad que en cada caso y momento tengan los Gobiernos autonómicos ... por lo que no resultan en absoluto extrañas las decisiones y los actos de descoordinación que emanan de los distintos integrantes del Servicio nacional de Salud y que favorecen claramente la fragmentación del conjunto”.
Un camino por el que se llega a situaciones tan pintorescas como la que ofrecen los distintos calendarios de vacunaciones o la más inquietante del gasto farmacéutico pues en algunas regiones se restringe la dispensación de unos fármacos que en otras se recetan con largueza. De igual forma son manifiestas ya las diferencias que existen entre Comunidades en relación con las listas de espera, con la salud bucodental, con los servicios de salud mental y otras especialidades y superespecialidades. El riesgo, para Vigil, es claro: se está a un paso del “descoyuntamiento del actual Servicio nacional, el cual podría llegar a mutar en diecisiete sistemas sanitarios diferentes”.
Por su parte, la ley de dependencia, estrella de la política social del Gobierno, se proyecta sobre la realidad de forma renqueante y por supuesto a diecisiete velocidades distintas pues todo queda al albur de la voluntad política, del dinero y los medios personales empleados, de las prioridades de cada región ... La mayoría de los ciudadanos que se acercan a las oficinas para que los servicios correspondientes valoren su grado específico de discapacidad pasan una auténtica crujía que solo tiene de emocionante el hecho de ser distinta y de diferente alcance en cada Comunidad autónoma.
Si pasamos a otro servicio público vertebrador, el de la educación, las conclusiones son las mismas, solo que en este ámbito nos encontramos en un estadio más maduro de fragmentación, agravado por la vuelta de tuerca que se percibe en la política lingüística de las Comunidades bilingües. Pero hay más: en el caso de la enseñanza superior, y respecto de los títulos universitarios, una responsabilidad indeclinable del Estado (artículo 149.1. 30 de la Constitución), la ley reciente de Universidades opera con una agresiva frivolidad: se suprime el modelo general de títulos por lo que el panorama que se avizora es el de una diversidad abigarrada de títulos de libre denominación en cada universidad, vinculados tan solo a directrices mínimas del Gobierno, válidas para vastas áreas de conocimiento, y a la intervención -más bien formal- de la Comunidad autónoma y del Consejo de Universidades, que siempre habrán de preservar “la autonomía académica de las Universidades”.
A todo esto hay que añadir la amenaza, que pende sobre el empleo público, de aprobar diecisiete leyes de funcionarios, y sobre la justicia que, si el Todopoderoso no lo remedia, verá nacer en breve diecisiete Consejos regionales judiciales, como si no fuera castigo suficiente el general de Madrid. Etc, etc ... Hemos vivido el episodio grotesco de la “licencia de caza”: nos hemos enterado entonces de los disparates a que el dogmatismo descentralizador nos aboca.
De verdad ¿exige la diosa de la autonomía que ardan en su pebetero tantas y tan variadas ofrendas?
Además, el Gobierno ha puesto en marcha el mencionado irreflexivo proceso de reforma de los Estatutos sin preguntarse previamente qué estaba funcionando bien y qué mal en nuestros servicios públicos, dando por buenas siempre las pretensiones de los gobernantes regionales -nacionalistas confesos a veces, otras simplemente conversos oportunistas-. Y, sin embargo, nos hacen tan serias señales desde instancias foráneas sobre el deterioro de muchos de esos servicios que unos gobernantes prudentes deberían prestarles atención. Los informes PISA sobre nuestra realidad educativa son demoledores; por su parte, nuestras Universidades, tan “autónomas” y “democráticas” ellas, ni por casualidad aparecen en lugares destacados cuando de su valoración mundial se trata. Y, últimamente, nada menos que el Parlamento europeo acaba de atizar una buena resplandina a las autoridades urbanísticas españolas poniendo en cuestión el modelo sobre el que se asienta el desarrollo de ciudades y costas.
Por si todo esto fuera poco, hemos contemplado el espectáculo de los presidentes de las Comunidades autónomas acudiendo a la Moncloa para plantear sus reivindicaciones financieras: justas, sin duda, destinadas -¿cómo podía ser de otra manera?- a mejorar la vida de los ciudadanos de sus territorios. Y al presidente del Gobierno tratando de contentarlos con la creación de tantos fondos que acabaremos añorando el castizo y caciquil fondo de reptiles. Ante este panorama, la pregunta que muchos nos hacemos es ¿por qué el presidente del Gobierno no se interesa nunca por la forma en que sus colegas regionales gastan sus dineros? Porque, a lo mejor, se descubre ahora que haber creado una Universidad por cada provincia es una prodigalidad sin justificación alguna. O que la política hospitalaria se rige por criterios de dudosa racionalidad. O que hay demasiados coches oficiales o demasiados asesores y gabinetes, o demasiadas empresas públicas, televisiones, consejos consultivos y órganos administrativos de cuestionada utilidad ... etc.
¿No se puede hablar de todo esto? Y sobre todo ¿no se debería hablar antes de proceder a reformar Estatutos o buscar nuevos cauces de financiación para las regiones? ¿Por qué el Gobierno no utiliza las armas de que dispone para comprobar la racionalidad del conjunto del modelo administrativo y de gestión pública que se está construyendo?
Si no queremos sucumbir en el desbarajuste, tal modelo es indispensable que exista, siendo el Gobierno, como custodio del interés general de España, y las fuerzas políticas que han de ser convocadas a un pacto, los llamados a velar por su vigor y energía ordenadora. Si miramos hacia atrás en la historia comprobamos que los Austrias implantaron un modelo administrativo y un sistema de gobierno, lo mismo hicieron los Borbones, y la revolución liberal trajo otro asentado en una concepción determinada del papel del Estado.
La época que estamos viviendo ¿cuenta de verdad con un modelo de gestión pública? ¿O simplemente se va haciendo esto o aquello en función de la coyuntura o de las vigilias propiciadas por los votos en tal o cual ocasión parlamentaria?
Este es el problema que debemos plantearnos. Sin sectarismos ni esas groseras descalificaciones que pasan por cargar en el debe de la derecha todos los males ni los bienes en el haber de la izquierda (o viceversa). Aunque solo sea porque ambas opciones han sido y son responsables de lo bueno y de lo malo que ha acontecido en España en el último cuarto de siglo: de los resplandores de los aciertos y de las sombras de los desaciertos. Entre estos últimos se halla claramente el navío averiado de una Administración ineficaz y cara, de un Estado cada vez más inerme, rebajado al deslucido papel de coordinador de territorios que ganan músculo, fuerza y potencia. Un Estado fragmentado y esqueletizado.
En fin, la alegría con la que se elaboran leyes y más leyes, todas iguales entre sí pero engendradoras de un desconcierto injustificado, multiplica los pleitos y los litigios judiciales creando lo que podríamos llamar el paraíso del rábula. Pero ¿es este el paraíso también del ciudadano de la calle?
Si, entre unos y otros, seguimos sin identificar el lugar exacto al que queremos llegar, el sistema español se llenará de elementos confederales, percepción que se acrecienta al contemplar el sistema del “cupo” en los territorios forales, originalidad española que, en términos hacendísticos, supone la antesala de la independencia. Pero ¿es la fórmula “hoy soy más confederal que ayer pero menos que mañana” un progreso? ¿O representan más bien un claro y espectacular retroceso histórico?
A mi juicio, es hora de reivindicar la implantación de junturas bien engrasadas, de potentes instrumentos de cohesión que den consistencia unitaria al Estado. Como es hora de invocar el principio de lealtad federal como gozne del Estado, como la bisagra que "sirve para facilitar el movimiento" o, si se prefiere,, el acomodo entre las piezas del sistema político descentralizado (federal, regional, o como se le quiera bautizar). La lealtad actúa así como telón de foro que es el que en el teatro cierra en rigor la escena prestando su sentido a la decoración toda.
Una lealtad que carece de cuerpo porque es más bien espíritu: la esencia o la substancia aglutinante (el adhesivo) de la organización política. Tal lealtad representa el confín que marca el territorio de las buenas maneras más allá del cual se abre otro en el que no es difícil que se extiendan la sombra del desconcierto y el germen del despropósito.
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