jueves, 23 de abril de 2009

Crisis económica

SANTIAGO NIÑO BECERRA 13/04/2009

Lo que está pasando. Para salir de la gravísima crisis económica a la que se enfrenta el mundo hay que acabar con el despilfarro, tenemos que ser más ecológicos y utilizar los recursos de forma muy productiva.

Cuál es el escenario en el que nos estamos viendo inmersos, cada día con más certidumbre, cada vez con mayor dramatismo? Los datos son inequívocos. Estancamiento, en el mejor de los casos, o decrecimiento del producto interior bruto (PIB); aumento del desempleo, galopante en varias economías, por ejemplo en la española; caída generalizada de la inversión; hundimiento del consumo; oferta de crédito muy inferior a las necesidades que de crédito existen. ¿Qué está sucediendo? ¿Por qué está sucediendo?

El grado de endeudamiento de las personas y las empresas ya no puede crecer más. Debemos aplicar cambios profundos y permanentes que afectarán a nuestro modo de vida.

En la evolución temporal de los sistemas económicos se dan dos tipos de tensiones. Algunas se pueden solucionar con relativa facilidad, pues para hacerles frente es suficiente con variar uno, o a lo sumo dos, parámetros económicos; otras tensiones del sistema económico, en cambio, suelen tener una evolución demoledora.

Las primeras, las recesiones coyunturales, pueden ser puntualmente intensas, pero, cuando menos, tienen la virtud de ser relativamente breves; las segundas, por el contrario, son intensas, prolongadas, dramáticas. A lo largo de la historia, el número de esta segunda clase de tensiones es escaso, pero su duración puede dilatarse largamente en el tiempo. Son las crisis sistémicas.

Las crisis sistémicas se caracterizan porque al estallar afectan al propio funcionamiento del sistema y a fin de salir de ellas es preciso sustituir o modificar en profundidad algunos elementos constitutivos del mismo, de forma que se introduzca en él una nueva forma de operar. La crisis de 1929, que condujo a la Gran Depresión, fue de estas características. La crisis ante la que ahora nos hallamos también lo es.

El crash de 1929 se produjo porque el modo de funcionamiento del sistema se agotó: el incremento tan elevado de la productividad habido a partir de 1923 dio lugar a una oferta que no pudo ser absorbida por la demanda, porque ésta era limitada e insuficiente; los instrumentos que se aplicaron, tratando de revertir la situación, no funcionaron debido precisamente a que eran hijos de la situación que pretendían arreglar y, en consecuencia, estaban viciados por ella. La verdadera solución de esa crisis no llegó en realidad hasta 1950, cuando se dotó al sistema de una nueva forma de funcionar.

Actualmente está sucediendo algo muy semejante. El impulso creado por los cambios introducidos en el sistema a partir de 1950 quedó agotado en 1973, que es el momento en el cual se hizo patente que el precio de las commodities, en especial el precio del petróleo, no iba a continuar siendo tan bajo como hasta entonces. Como reacción, se introdujeron cambios que permitieron mejorar la productividad, pero el resultado de ese incremento fue la desvinculación del crecimiento económico de la creación de empleo, y esta circunstancia acabó incidiendo en el equilibrio entre la oferta y la demanda, en un entorno de creciente inestabilidad monetaria. La solución a este problema no resuelto llegó en 1991 y quedó reforzada en 2002.

Fue ingeniosa y simple: los problemas se resolvieron con un aumento exponencial del volumen de crédito concedido a familias y empresas; y el resultado fue brillante: la inversión aumentó, a la vez que lo hacía el consumo, mientras que el desempleo provocado por la oleada de deslocalizaciones fue en parte enjugado por un sector servicios en constante progresión.

Entre el año 2003 y mediados de 2007, con unos tipos de interés excepcionalmente reducidos, y con una, en la práctica, total liberalización en el tránsito de capitales, el PIB comenzó a crecer empujado por la inversión y por el consumo, a la vez que la deuda privada se disparaba en todas las economías, aunque en unas más que en otras. El desenlace es conocido.

Hoy hemos alcanzado un momento en el que este modo de operar se ha agotado. Y no es que se haya agotado desde una perspectiva sólo financiera, sino que lo ha hecho en un nivel puramente físico: el grado de endeudamiento de las personas y de las empresas ya no puede crecer más. Sin ir más lejos, en el caso de España, el endeudamiento familiar y empresarial supera en dos veces el valor añadido que la economía española genera en un año. Y en el caso de Estados Unidos, el endeudamiento es mayor que el valor de la producción estadounidense correspondiente a bastante más de tres años. No es posible que todo ese volumen de deuda continúe creciendo. Pero a la vez, no es posible que se continúen despilfarrando recursos tal como se han estado despilfarrando hasta ahora. Y no es posible, no sólo desde el punto de vista de la ecología, sino por mera eficiencia del propio sistema.

El actual modo de funcionamiento del sistema productivo, desde su mismo origen, fue altamente despilfarrador. Partía de una base errónea, ya que suponía que la cantidad de recursos de los que podía disponer era ilimitada. De todos los recursos, desde el petróleo hasta el uranio, desde el cobre hasta el agua. Por consiguiente, el modo de producción puesto en funcionamiento por nuestro sistema no se paraba a pensar en la eficiencia en el uso de tales recursos. En todo caso, la preocupación era, tan solo, cómo obtener los recursos precisos al más bajo precio posible. Y debido a que durante muchos años el precio de las commodities fue muy reducido, la eficiencia en el uso de los recursos continuó brillando por su ausencia.

La crisis de 1973 concienció a las fuerzas productivas de que la productividad tenía que mejorarse porque el precio de los recursos comenzó a aumentar, pero las fuerzas productivas continuaron actuando como si la cantidad disponible de recursos fuera infinita, lo que no es cierto. No lo era entonces ni lo es ahora. Hoy se sabe que el número de años durante los que podremos disponer de petróleo o de uranio a un precio asumible es muy limitado, y que el agua potable es cada vez más escasa, y que el cobre fácil de obtener no es infinito.

El cambio sistémico que traerá la crisis que estamos comenzando a padecer y que se pondrá de manifiesto de forma especialmente dramática a mediados de 2010 nos hará desembocar en una situación en la que, tarde o temprano, el propio sistema comprenderá que los remedios que se han ido estableciendo desde el año 2007 no sirven de nada.

Y cuando por fin llegue ese momento, la salida de la gravísima y terrible situación a la que el mundo se enfrenta tendrá que consistir en la toma de conciencia de algo que deberíamos haber comprendido hace tiempo. A saber: que la eficiencia en el uso de los recursos debe regir de forma prioritaria la toma de decisiones, y que es a través de la mejora continuada de la productividad como se pueden conseguir los cambios necesarios para ver la salida de la crisis.

Dicho así no suena mal: hay que acabar con el despilfarro, tenemos que ser más ecológicos, debemos utilizar los recursos de forma muy productiva. No suena mal, pero todos, Gobiernos, empresas y ciudadanos, debemos comprender y aceptar que para funcionar de ese modo tenemos que aplicar cambios drásticos y profundos, que afectarán muy notablemente a nuestro modo de vida. Y son unos cambios que tendrán que ser, además, permanentes. Introducir esos cambios, teniendo en cuenta que son de gran calibre, no es sencillo para nadie. Ni sencillo ni agradable, sobre todo al principio.

Santiago Niño Becerra es catedrático de Estructura Económica del IQS (Universitat Ramon Llull), y acaba de publicar El crash del 2010. Toda la verdad sobre la crisis (Los Libros del Lince)

miércoles, 22 de abril de 2009

Meditación sobre la caza y el Estado

12 de marzo de 2009

Algunos se enteran ahora de que en España se necesitan 17 licencias para cazar como se necesitan 17 licencias para pescar. Entre ellos se encuentra el presidente de Andalucía, mi viejo amigo y compañero de Facultad Manuel Chaves, quien -sólo después de que saltara a los medios el episodio del ya ex ministro de Justicia Fernández Bermejo- ha calificado tal sistema de «poco lógico» en declaraciones subrayadas por este periódico.

Y acto seguido, Chaves confíaba en que «los consejeros de Medio Ambiente de todas las Comunidades Autónomas, junto al Gobierno central, lleguen a un acuerdo para que haya una licencia de caza válida para todo el territorio nacional». Es decir, que el presidente andaluz está descubriendo el Estado. «Y a tales horas», como exclamó don Quijote en la aventura ante la jaula de los leones.

Pero no es el único que se topa con tan sensacional hallazgo.En el Ministerio de Sanidad pasa algo parecido estos días: como el documento que permite el acceso al Sistema Nacional de Salud es distinto en cada comunidad, están ideando el ministro del ramo y los 17 consejeros autonómicos un sistema unificado para toda España. Es decir, se hallan a punto de descubrir el Estado, una institución que es hucha del tiempo y, como tal, luce barbas luengas y canosas.

Idéntica emoción inventora se está produciendo en el mismo departamento al comprobar que los calendarios de las vacunas de los niños difieren en cada territorio, pues los hechos diferenciales han acabado afectando a la prevención infantil del sarampión. Así de exigente se muestra a veces la España plural.

Cuando un ciudadano entra en un juzgado no puede imaginar que -en buena parte de España- la oficina que pisa y los oficiales que le atienden dependen de la correspondiente Comunidad Autónoma; el secretario, del Ministerio de Justicia; y el juez ... del Consejo General del Poder Judicial, del Ministerio de Justicia...cualquiera sabe. ¿Tiene algo que ver esta donosa realidad con el hecho de que este personal no se pueda comunicar a través de las redes informáticas y ello provoque inseguridad? Probablemente, pero ¿y los beneficios que aporta toda esta riqueza organizativa a nuestra patria, nación de naciones, espejo del federalismo más avanzado?

Parecido caleidoscopio encontramos entre los demás funcionarios, pues pronto podremos enorgullecernos de disponer de 17 leyes de empleo público distintas, o de materias y contenidos educativos diferentes en cada región española. Y en la enseñanza universitaria, cada facultad está elaborando su propio plan de estudios para facilitar la «movilidad y la convergencia europea». Por su parte, no hay manera de que la Ley de Dependencia eche a andar porque las comunidades ostentan competencias en este sector, un detalle que ignoraban los redactores de la norma. ¿Y qué decir de la política hidráulica, que recientemente llevo a exclamar al presidente de Extremadura, Guillermo Fernández Vara, que «intentar trocear un río es una solemne estupidez»? ¿O de los cambios recientes en la administración del espacio radioeléctrico?

La crisis económica, que anuncia ya un crepúsculo surcado de arrugas, está siendo combatida por los 17 gobiernos con medidas tan descoordinadas que no faltan voces que piden en España la celebración de un G-17 donde alguien coja la batuta para poner orden en el desconcierto de ayudas a la vivienda, al empleo, a los vehículos, al hogar. A su vez, se elaboran presupuestos regionales sin lazo alguno con el nacional...

Quien no es lerdo se vale de las ocasiones que depara el decurso histórico para reflexionar y ajustar conductas y convicciones.

Pues bien, ¿no debería aprovecharse el episodio de las licencias de caza para meditar acerca del tipo de Estado que estamos construyendo? ¿No es suficientemente seria la situación económica como para extraer alguna conclusión que nos haga revisar viejos postulados?

Yo creo que sí. El Gobierno ha puesto en marcha un irreflexivo proceso de reforma de los Estatutos sin preguntarse previamente qué estaba funcionando bien y qué mal en nuestros servicios públicos, dando por buenas siempre las pretensiones de los gobernantes regionales -nacionalistas confesos a veces, otras simplemente conversos oportunistas-. Y, sin embargo, nos hacen tan serias señales desde instancias foráneas sobre el deterioro de muchos de esos servicios que unos gobernantes prudentes deberían prestarles atención. Los informes PISA sobre nuestra realidad educativa son demoledores; por su parte, nuestras universidades, tan autónomas y democráticas ellas, ni por casualidad aparecen en lugares destacados cuando de su valoración mundial se trata.

Y, últimamente, nada menos que el Parlamento Europeo acaba de atizar una buena resplandina a las autoridades urbanísticas españolas poniendo en cuestión el modelo sobre el que se asienta el desarrollo de ciudades y costas.

De otro lado, hemos contemplado el espectáculo de los presidentes de las Comunidades Autónomas acudiendo a La Moncloa para plantear sus reivindicaciones financieras: justas, sin duda, destinadas -¿cómo podía ser de otra manera?- a mejorar la vida de los ciudadanos de sus territorios. Y al presidente del Gobierno tratando de contentarlos con la creación de tantos fondos que acabaremos añorando el castizo y caciquil fondo de reptiles. Ante este panorama, la pregunta que muchos nos hacemos es: ¿por qué el presidente no se interesa nunca por la forma en que sus colegas regionales gastan sus dineros? Porque, a lo mejor, se descubre ahora que haber creado una Universidad por cada provincia es una prodigalidad sin justificación alguna. O que la política hospitalaria se rige por criterios de dudosa racionalidad. O que hay demasiados coches oficiales o demasiados asesores y gabinetes, o demasiadas empresas públicas, televisiones, consejos consultivos y órganos administrativos de cuestionada utilidad, etcétera.

¿No se puede hablar de todo esto? Y sobre todo, ¿no se debería hablar antes de proceder a reformar Estatutos de Autonomía o buscar nuevos cauces de financiación para las regiones? ¿Por qué el Gobierno de la nación no utiliza las armas de que dispone para comprobar la racionalidad del conjunto del modelo administrativo y de gestión pública que se está construyendo?

Si no queremos sucumbir en el desbarajuste, tal modelo es indispensable que exista, siendo el Gobierno, como custodio del interés general de España, y las fuerzas políticas que han de ser convocadas a un pacto, los llamados a velar por su vigor y energía ordenadora.

Si miramos hacia atrás en la historia, comprobamos que los Austrias implantaron un modelo administrativo y un sistema de gobierno, lo mismo hicieron los Borbones, y la revolución liberal trajo otro asentado en una concepción determinada del papel del Estado.

La época que estamos viviendo ¿cuenta de verdad con un modelo de gestión pública? ¿O simplemente se va haciendo esto o aquello en función de la coyuntura o de las vigilias propiciadas por los votos en tal o cual ocasión parlamentaria?

Este es el problema que debemos plantearnos. Sin sectarismos ni esas groseras descalificaciones que pasan por cargar en el debe de la derecha todos los males ni los bienes en el haber de la izquierda (o viceversa). Aunque sólo sea porque ambas opciones han sido y son responsables de lo bueno y de lo malo que ha acontecido en España en el último cuarto de siglo: de los resplandores de los aciertos y de las sombras de los desaciertos. Entre estos últimos se halla claramente el navío averiado de una Administración ineficaz y cara, de un Estado cada vez más inerme, rebajado al deslucido papel de coordinador de territorios que ganan músculo, fuerza y potencia. Un Estado fragmentado y esqueletizado.

Ya que hablamos de caza, se impone pedir licencia para cazar el animal salvaje del despilfarro.

martes, 7 de abril de 2009

Una frase...

De un muy interesante libro de arquitectura he extraido este párrafo, para mostrar que hasta en los libros de contenido técnico-divulgativo se nos dejan ir mensajes político-ideológicos.

Antonio Gaudí y Cornet, nacido en Reus, Tarragona, el 25 de junio de 1852, fue un ferviente catalán y un devoto católico, cuyas construcciones representan la expresión artística del resurgimiento político catalán. Pese a sus humildes orígenes, su fuerza de caracter y su inteligencia le permitieron ingresar, en 1873, en la Escuela Provincial de Arquitectura de Barcelona.

A pesar de su fervor catalanista - siempre se negó a hablar castellano -, Gaudí fue un hombre conservador, tanto en su vida privada como en el terreno espiritual. Nunca se casó, ni viajó, ni fundó una escuela de arquitectura. Sus visiones murieron con él en un momento en el que cobraba auge el moderno estilo internacional de arquitectura, geométrico y funcional.

Si sólo leemos la negrita quedaría como:

"Antonio Gaudí y Cornet fue un ferviente catalán y un devoto católico. A pesar de su fervor catalanista Gaudí fue un hombre conservador."

Dos cosas: Ser un ferviente catalán parece ser lo mismo que ser catalanista, por lo que si se es catalán se ha de ser catalanista y, por el contrario, si no se es catalanista no se puede ser catalán. La segunda: Si, a pesar de su fervor catalanista Gaudí fue conservador, será por que los catalanistas no eran (¿Son?) conservadores. No sé cual es el contrario de conservador que se habría de utilizar: progresista, liberal, de izquierdas...

"El genio del hombre (Obras maestras de la arquitectura y la ingeniería)", Nigel Hawkes (Traducción: Juan Manuel Ibeas), Editorial Debate, Madrid 1990