12 de marzo de 2009
Algunos se enteran ahora de que en España se necesitan 17 licencias para cazar como se necesitan 17 licencias para pescar. Entre ellos se encuentra el presidente de Andalucía, mi viejo amigo y compañero de Facultad Manuel Chaves, quien -sólo después de que saltara a los medios el episodio del ya ex ministro de Justicia Fernández Bermejo- ha calificado tal sistema de «poco lógico» en declaraciones subrayadas por este periódico.
Y acto seguido, Chaves confíaba en que «los consejeros de Medio Ambiente de todas las Comunidades Autónomas, junto al Gobierno central, lleguen a un acuerdo para que haya una licencia de caza válida para todo el territorio nacional». Es decir, que el presidente andaluz está descubriendo el Estado. «Y a tales horas», como exclamó don Quijote en la aventura ante la jaula de los leones.
Pero no es el único que se topa con tan sensacional hallazgo.En el Ministerio de Sanidad pasa algo parecido estos días: como el documento que permite el acceso al Sistema Nacional de Salud es distinto en cada comunidad, están ideando el ministro del ramo y los 17 consejeros autonómicos un sistema unificado para toda España. Es decir, se hallan a punto de descubrir el Estado, una institución que es hucha del tiempo y, como tal, luce barbas luengas y canosas.
Idéntica emoción inventora se está produciendo en el mismo departamento al comprobar que los calendarios de las vacunas de los niños difieren en cada territorio, pues los hechos diferenciales han acabado afectando a la prevención infantil del sarampión. Así de exigente se muestra a veces la España plural.
Cuando un ciudadano entra en un juzgado no puede imaginar que -en buena parte de España- la oficina que pisa y los oficiales que le atienden dependen de la correspondiente Comunidad Autónoma; el secretario, del Ministerio de Justicia; y el juez ... del Consejo General del Poder Judicial, del Ministerio de Justicia...cualquiera sabe. ¿Tiene algo que ver esta donosa realidad con el hecho de que este personal no se pueda comunicar a través de las redes informáticas y ello provoque inseguridad? Probablemente, pero ¿y los beneficios que aporta toda esta riqueza organizativa a nuestra patria, nación de naciones, espejo del federalismo más avanzado?
Parecido caleidoscopio encontramos entre los demás funcionarios, pues pronto podremos enorgullecernos de disponer de 17 leyes de empleo público distintas, o de materias y contenidos educativos diferentes en cada región española. Y en la enseñanza universitaria, cada facultad está elaborando su propio plan de estudios para facilitar la «movilidad y la convergencia europea». Por su parte, no hay manera de que la Ley de Dependencia eche a andar porque las comunidades ostentan competencias en este sector, un detalle que ignoraban los redactores de la norma. ¿Y qué decir de la política hidráulica, que recientemente llevo a exclamar al presidente de Extremadura, Guillermo Fernández Vara, que «intentar trocear un río es una solemne estupidez»? ¿O de los cambios recientes en la administración del espacio radioeléctrico?
La crisis económica, que anuncia ya un crepúsculo surcado de arrugas, está siendo combatida por los 17 gobiernos con medidas tan descoordinadas que no faltan voces que piden en España la celebración de un G-17 donde alguien coja la batuta para poner orden en el desconcierto de ayudas a la vivienda, al empleo, a los vehículos, al hogar. A su vez, se elaboran presupuestos regionales sin lazo alguno con el nacional...
Quien no es lerdo se vale de las ocasiones que depara el decurso histórico para reflexionar y ajustar conductas y convicciones.
Pues bien, ¿no debería aprovecharse el episodio de las licencias de caza para meditar acerca del tipo de Estado que estamos construyendo? ¿No es suficientemente seria la situación económica como para extraer alguna conclusión que nos haga revisar viejos postulados?
Yo creo que sí. El Gobierno ha puesto en marcha un irreflexivo proceso de reforma de los Estatutos sin preguntarse previamente qué estaba funcionando bien y qué mal en nuestros servicios públicos, dando por buenas siempre las pretensiones de los gobernantes regionales -nacionalistas confesos a veces, otras simplemente conversos oportunistas-. Y, sin embargo, nos hacen tan serias señales desde instancias foráneas sobre el deterioro de muchos de esos servicios que unos gobernantes prudentes deberían prestarles atención. Los informes PISA sobre nuestra realidad educativa son demoledores; por su parte, nuestras universidades, tan autónomas y democráticas ellas, ni por casualidad aparecen en lugares destacados cuando de su valoración mundial se trata.
Y, últimamente, nada menos que el Parlamento Europeo acaba de atizar una buena resplandina a las autoridades urbanísticas españolas poniendo en cuestión el modelo sobre el que se asienta el desarrollo de ciudades y costas.
De otro lado, hemos contemplado el espectáculo de los presidentes de las Comunidades Autónomas acudiendo a La Moncloa para plantear sus reivindicaciones financieras: justas, sin duda, destinadas -¿cómo podía ser de otra manera?- a mejorar la vida de los ciudadanos de sus territorios. Y al presidente del Gobierno tratando de contentarlos con la creación de tantos fondos que acabaremos añorando el castizo y caciquil fondo de reptiles. Ante este panorama, la pregunta que muchos nos hacemos es: ¿por qué el presidente no se interesa nunca por la forma en que sus colegas regionales gastan sus dineros? Porque, a lo mejor, se descubre ahora que haber creado una Universidad por cada provincia es una prodigalidad sin justificación alguna. O que la política hospitalaria se rige por criterios de dudosa racionalidad. O que hay demasiados coches oficiales o demasiados asesores y gabinetes, o demasiadas empresas públicas, televisiones, consejos consultivos y órganos administrativos de cuestionada utilidad, etcétera.
¿No se puede hablar de todo esto? Y sobre todo, ¿no se debería hablar antes de proceder a reformar Estatutos de Autonomía o buscar nuevos cauces de financiación para las regiones? ¿Por qué el Gobierno de la nación no utiliza las armas de que dispone para comprobar la racionalidad del conjunto del modelo administrativo y de gestión pública que se está construyendo?
Si no queremos sucumbir en el desbarajuste, tal modelo es indispensable que exista, siendo el Gobierno, como custodio del interés general de España, y las fuerzas políticas que han de ser convocadas a un pacto, los llamados a velar por su vigor y energía ordenadora.
Si miramos hacia atrás en la historia, comprobamos que los Austrias implantaron un modelo administrativo y un sistema de gobierno, lo mismo hicieron los Borbones, y la revolución liberal trajo otro asentado en una concepción determinada del papel del Estado.
La época que estamos viviendo ¿cuenta de verdad con un modelo de gestión pública? ¿O simplemente se va haciendo esto o aquello en función de la coyuntura o de las vigilias propiciadas por los votos en tal o cual ocasión parlamentaria?
Este es el problema que debemos plantearnos. Sin sectarismos ni esas groseras descalificaciones que pasan por cargar en el debe de la derecha todos los males ni los bienes en el haber de la izquierda (o viceversa). Aunque sólo sea porque ambas opciones han sido y son responsables de lo bueno y de lo malo que ha acontecido en España en el último cuarto de siglo: de los resplandores de los aciertos y de las sombras de los desaciertos. Entre estos últimos se halla claramente el navío averiado de una Administración ineficaz y cara, de un Estado cada vez más inerme, rebajado al deslucido papel de coordinador de territorios que ganan músculo, fuerza y potencia. Un Estado fragmentado y esqueletizado.
Ya que hablamos de caza, se impone pedir licencia para cazar el animal salvaje del despilfarro.
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